domingo, 22 de julio de 2007

Argentina en prosa

“Al fin me he decidido a que mi pobre Martín Fierro salga a conocer el mundo, y allá va acogido al amparo de su nombre”. Así comienza la breve carta de José Hernández a su editor en la cual casi le pide permiso para publicar su libro. Esa descripción del gaucho entre mates, guitarras, metáforas y facones hizo que ese libro sea una pieza indiscutida, no sólo de la literatura argentina, sino que también de la historia del país.

A principio del siglo XX, la literatura argentina empezaba a mostrarse en el mundo lírico. Gauchos, criollos e inmigrantes eran personajes importantes entre las obras nacionales de un país que empezaba a tomar una identidad que se plasmaba en los libros. Los poemas de Alfonsina Storni y las novelas políticas de Sarmiento ya ocupaban un lugar importante en el mundo.

Ya con casi las dos primeras décadas completas, aparece en escena uno de los escritores más discutido por su forma de pensar, pero más respetado por su forma de escribir: Jorge Luís Borges. Los libros “Inquisiciones” (1925), “El tamaño de mi esperanza” (1926) y “El idioma de los argentinos” (1928) ya estaban en las librerías del país y empezaban a recorrer América y Europa.

Una tarde cualquiera de mil novecientos cuarenta y pico, Jorge Luís Borges era secretario de redacción de una revista literaria casi secreta cuando vio llegar un muchacho alto que le traía un cuento escrito a mano. El “viejo”, no tan viejo en ese entonces, le dijo que vuelva en diez días que le daría una respuesta. A la semana este muchacho se presentó a buscar su manuscrito, pero no pudo llevárselo porque había sido entregado a la imprenta. Al poco tiempo vio su cuento “Casa Tomada” con dibujos de Norah Borges y su firma en aquella revista. Así fue que con el apoyo de Borges, Julio Cortazar empezó su carrera de escritor.

Argentina vibraba al mundo con un Borges cada vez más maduro; Adolfo Bioy Casares inventaba un Morel extraordinario (1940); Silvina Ocampo enamoraba jardines de sonetos (1946); Manuel Mujica Láinez mostraba al mundo una Misteriosa Buenos Aires (1950); Julio Cortázar inmortalizó a los bestiarios (1951) y años después rompe esquemas con una Rayuela (1961); Sábato deslumbraba a Héroes y tumbas (1961) y el país explota de un auge cultural.

En los años de la dictadura empezó la quema y prohibición de libros y autores nacionales. Osvaldo Bayer y su Patagonia Rebelde (1972), Tomás Eloy Martínez y La pasión según Trelew (1973), Héctor Tizón y Sota de bastos, caballo de espadas (1975) y Juan Gelman y cada uno de sus poemas fueron exiliados: ellos… y sus letras. Ya con años de democracia, la literatura argentina empezó a recoger las páginas de nuevos y viejos autores que no quieren ni volverán a callar.

Los tíos de Adolfo Bioy Casares eran dueños de una lechería muy importante y le ofrecieron pagarle bastante dinero para que haga un folleto sobre las virtudes de la leche condensada y el yogurt. El escritor sabía que su amigo Borges estaba pasando por momentos económicos duros y decidió hacer el trabajo con él. “Aburridos por el tema, –decía Bioy– pensábamos qué bueno sería escribir, un día, cuentos”. Y así, años más tarde, desde un folleto de yogurt nacieron Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), Dos fantasías memorables (1946), Un modelo para la muerte (1946), Libro del Cielo y del Infierno (1960), Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977), todos libros de cuentos escritos juntos por Borges y Bioy Casares.

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